Quedamos de vernos a las 7:30 afuera de
la biblioteca. Yo venía en el camión y llegué 15 minutos antes. Ya estabas ahí
y estabas enojado. Me gritaste porque yo había llegado tarde.
– ¿Qué sucede? Si quedamos a las
7:30.
Yo no entendía. Siempre he pensado que
la mitad de mí es irracional. Y que tú eres completamente racional. Creí que el
error era mío. Te levantaste con un gesto teatral, echando los brazos hacia
atrás y la cabeza alzada, eras toda la maldita indignación andando.
Te seguí sin escucharte. En un momento
sentí la mejilla caliente. Me habías metido un chingazo. No me acuerdo si
estabas gritando todavía o no. Desde el piso, yo me cubrí con la mano
izquierda, eran unas grandes punzadas primero, luego un dolorcillo suave y
constante. Mis ojos tan abiertos: ¿cómo pudiste haber hecho eso?
Podría poner que mi corazón se rompió.
No fue eso. Más bien fue el efecto de la sorpresa desagradable, he aquí: fue el
reconocer en mi interior una creciente admiración. Esa transgresión significaba
algo grande, algo incomprensible para mí. Pero decididamente era un
parteaguas. Te abracé.
Me empujaste. Tu voz ya no era tu
voz, era la de un demonio. Seducida por ese atrevimiento tuyo volví a
abrazarte. Esta vez tus brazos me cobijaron y yo sentí que las cosas eran así
porque así debían ser. Me mordiste cariñoso la otra mejilla y dijiste que ésa
no había sido la intención primigenia. No así tan elegante. Lo que tú dijiste
fue:
– Chingado, lo que me haces hacer.
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