martes

Autobús de la muerte

Siempre que me subía al camión y que era de noche, cuando el chofer apagaba las luces del interior y aceleraba de forma demencial, me imaginaba que me había pagado un viaje a algún tipo de inframundo. Los arbotantes pasaban a gran velocidad y la luz intermitente alumbraba las caras de los pasajeros, estaban muertos como yo. La señora con su red de naranjas, muerta. El individuo perdedor, barbudo y flaco, muerto. Luego, alguien debía bajar, era una mujer con su bebé. El chofer detenía la mole de fierro con rechinidos y encendía las lamparitas de la pequeña escalera. Apenas el pie tocaba la banqueta y el brazo libre se desprendía del pasamanos, cada uno de nosotros era absorbido por una oscuridad total, la mujer desaparecía comida por la niebla del callejón, nosotros arrastrados a toda velocidad por un camino conocido, ritual y sinuoso.
Un anciano, las más de las veces, iba detrás de mí, no tenía boca sino un hoyo negro amenazante. Yo intentaba distraer mi temor, leyendo las pintas que habían hecho muchachos con instinto destructivo mal encauzado o de habilidades artísticas dudosas, pero el traqueteo y la poca visibilidad me lo impedía.
Acostumbrado al temor, bostecé, increíblemente aburrido, cerraba los ojos y sentía el tirón del vértigo. Los otros pasajeros demacrados no podían estar pensando en algo que no fuera el retorno a ese estado de corrupción del que habían apenas escapado hace horas. Me llené de lástima por ellos y por mí, por estar en ese cuadro patético en que sólo faltaba la risa del chofer y la trayectoria en picada, adornada por llamas zigzagueantes.
No me había dormido, posibilidad lejana debido a las sacudidas por depresiones en la carretera, cuando experimenté la sujeción de alguna onda secreta. El ruidazo me aturdió y me tendí todo lo largo que yo era en el piso del autobús, cubriéndome la cara con los brazos. No hubo nada más vano, el mismo autobús dio vueltas y por consiguiente, yo giré y el vértigo me terminó de confundir. Sonreí, era lo más gracioso que había pasado en semanas. Estábamos bailando unos diez u once cadáveres flotantes. El chofer maldito había acabado con nosotros, al fin.

2 comentarios:

Míkel F. Deltoya dijo...

Wow, me ha fascinado este texto, sombrío, no se acaba de saber si las palabras son literales, pero me has hecho sentir el infierno.

EL colectivo urbano siempre suele ser un tormento, una fosa común andante y el que maneja no es un caronte, es un hijo de puta.

C R H dijo...

Muy buena E. me encantó cómo reflejas la realidad XD

  • Yo me imagino que lo que veo me lo estoy imaginando... y me da miedo

until it sleeps

  • La batalla de Sebastopol. Leon Tolstoi

all it's done

  • C. G. Jung, Psicología y educación

This girl called:

en realidad son las cosas que se me antojan...

  • want to be a millionaire (to eat friends)
  • bejeweled2
  • libros de bukowski

.mov

  • Lady in Black Brigitte Lin

pend$&#$/

  • morirás solo y con un chingo de periquitos que te harán compañía en tu recta final