Es cierto que puede ser sólo un castigo. Siendo yo como soy, tan dulce y oscuro al mismo tiempo, necesariamente tiene que serlo. Antes nos veíamos todas las tardes después de comer, el tiempo era cálido y la luz suavemente brillosa. Yo amenazaba con comerla CO-MER-LA con un tenedor empezando por su oreja. Zum, zum en la oreja. Aquí está una parte de mi oscuridad azucarada. Pero era al revés, ella me comía a mí... con los ojos.
A veces nos encontrábamos en la noche, donde yo podía ver sus piernitas y sentir la lengua por mi cuello. Me derretía en las bancas de rectoría. Y en la mañana ya estaba yo ahí, en Morelos, ardiendo en ganas de verla tomarme, de una vez por todas, antes de que acabara el desayuno.
Como siempre estaba conmigo se confió y empezó a engordar. Se enojó y me dejó, conmigo peligraba su salud (mental). Me gritó que era demasiado delicioso para dejarme ir, pero lo haría por su bien. Ya no me quería.
Una vez solo me descubrí a mí mismo nuevamente: se ha ido porque mi ropa es una envoltura arrugada y mi cuerpo un laberinto de grietitas que expulsan exquisito plasma color ámbar. ¿Quién me manda ser un suculento chocolate?
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